/ miércoles 23 de octubre de 2019

Cruzando líneas

Lo hemos olvidado


ARIZONA – El corazón duele por todo y por nada; hay días que sentimos que nos aplasta solo porque sí y, a veces, se nos viene con el mundo encima. No se apachurra el corazón, somos nosotros los apachurrados; pero seguimos, juntamos las piezas y avanzamos. En el camino se nos van cayendo las partes más pequeñas y al final llegamos solo con las manos empolvadas y un hueco en el pecho. Abrazando el vacío nos damos cuenta de que lo hemos olvidado todo. ¡Qué peligrosamente tarde!

En la mente taladran aún las imágenes de Culiacán, una zona de guerra en el paraíso del narco; los videos de una Barcelona que arde por la justicia social; un Chile que se levanta furioso por la desigualdad; un Salvador que ruge y se desangra… y una frontera que llora a caudales por los muertos que la están edificando. Esto somos: el reflejo constante de un corazón roto propio o ajeno, siempre palpitando adolorido.

Nos hemos acostumbrado a vivir desquebrajados. Premiamos el martirio, promovemos los calvarios y normalizamos la violencia. Como sociedad nos hemos convertido en el infierno que foguea sin ganas de aspirar al paraíso. Lo hemos politizado todo, hasta la vida; somos la Inquisición moderna de las razas y los cómplices abnegados de un sistema al que en público criticamos. Lo hemos olvidado todo, aunque fingimos que nos escandalizamos.

Las ráfagas ya no despiertan las conciencias; el fuego no purifica, sino que aviva la violencia; y el dolor que no entendemos, aunque a veces sofocante para uno mismo, lo queremos ver siempre ajeno. ¿Por qué? Porque no nos gusta mirarnos en el espejo de la vida, solo para ver que somos el mero reflejo de lo que odiamos. No, ni Cataluña, El Salvador o Chile están tan lejos; ni Culiacán o la frontera son tan diferentes de casa. Nos cuesta admitirlo, pero como sociedad nos hemos convertido en la paja del ojo ajeno.

Protestamos con rabia porque sabemos que nos duele y no sabemos cómo calmar lo que no se quiere sentir. Y seguimos sin parar causando dolores para no ser los únicos, para no sentirnos solos, porque si nos duele juntos nos sentimos acompañados. Algunos lo sufren tanto que son obligados a despertar y se redescubren, no a través de la inocencia, sino de la conciencia. Pero son muy pocos y son señalados.

Y así se nos van las vidas, nuestras y ajenas, tratando de remediar un dolor que nos une, pero no admitimos. Lo hacemos porque hemos olvidado lo que se siente sentir, para no hablar de ese vago y ambiguo concepto de la felicidad. Es más fácil olvidar que recordar. Por eso olvidamos el caos y nos indignamos, y permitimos más muertes, más familias separadas, más arrestos injustificados, más abusos al pueblo, más complicidad con el narco, más corrupción, más muros y más todo… porque en su más está nuestro menos.

maritzalizethfelix@gmail.com

Lo hemos olvidado


ARIZONA – El corazón duele por todo y por nada; hay días que sentimos que nos aplasta solo porque sí y, a veces, se nos viene con el mundo encima. No se apachurra el corazón, somos nosotros los apachurrados; pero seguimos, juntamos las piezas y avanzamos. En el camino se nos van cayendo las partes más pequeñas y al final llegamos solo con las manos empolvadas y un hueco en el pecho. Abrazando el vacío nos damos cuenta de que lo hemos olvidado todo. ¡Qué peligrosamente tarde!

En la mente taladran aún las imágenes de Culiacán, una zona de guerra en el paraíso del narco; los videos de una Barcelona que arde por la justicia social; un Chile que se levanta furioso por la desigualdad; un Salvador que ruge y se desangra… y una frontera que llora a caudales por los muertos que la están edificando. Esto somos: el reflejo constante de un corazón roto propio o ajeno, siempre palpitando adolorido.

Nos hemos acostumbrado a vivir desquebrajados. Premiamos el martirio, promovemos los calvarios y normalizamos la violencia. Como sociedad nos hemos convertido en el infierno que foguea sin ganas de aspirar al paraíso. Lo hemos politizado todo, hasta la vida; somos la Inquisición moderna de las razas y los cómplices abnegados de un sistema al que en público criticamos. Lo hemos olvidado todo, aunque fingimos que nos escandalizamos.

Las ráfagas ya no despiertan las conciencias; el fuego no purifica, sino que aviva la violencia; y el dolor que no entendemos, aunque a veces sofocante para uno mismo, lo queremos ver siempre ajeno. ¿Por qué? Porque no nos gusta mirarnos en el espejo de la vida, solo para ver que somos el mero reflejo de lo que odiamos. No, ni Cataluña, El Salvador o Chile están tan lejos; ni Culiacán o la frontera son tan diferentes de casa. Nos cuesta admitirlo, pero como sociedad nos hemos convertido en la paja del ojo ajeno.

Protestamos con rabia porque sabemos que nos duele y no sabemos cómo calmar lo que no se quiere sentir. Y seguimos sin parar causando dolores para no ser los únicos, para no sentirnos solos, porque si nos duele juntos nos sentimos acompañados. Algunos lo sufren tanto que son obligados a despertar y se redescubren, no a través de la inocencia, sino de la conciencia. Pero son muy pocos y son señalados.

Y así se nos van las vidas, nuestras y ajenas, tratando de remediar un dolor que nos une, pero no admitimos. Lo hacemos porque hemos olvidado lo que se siente sentir, para no hablar de ese vago y ambiguo concepto de la felicidad. Es más fácil olvidar que recordar. Por eso olvidamos el caos y nos indignamos, y permitimos más muertes, más familias separadas, más arrestos injustificados, más abusos al pueblo, más complicidad con el narco, más corrupción, más muros y más todo… porque en su más está nuestro menos.

maritzalizethfelix@gmail.com