/ jueves 23 de enero de 2020

Cruzando líneas

La ignorancia por privilegio


BALTIMORE.- Cuando Yuri cruzó la frontera no huía solo de El Salvador o su pasado, sino de lo que podría traer el futuro. Tiene una hija adolescente bonita, demasiado para su gusto, que atraía las miradas de todos, incluso -o en especial- de los pandilleros más pesados del barrio. Primero fueron insinuaciones, luego un acoso descarado y después amenazas de muerte. Mía o de nadie. Yo te estreno. De aquí eres, chiquita.

Tenía miedo y era pobre; justo acababa de tener otro bebé y las cuentas nunca se emparejaban. Para la salvadoreña era buscar norte, morir de hambre o tener una hija violada con la alcahuetería de la autoridad. Vivía en una tierra de nadie. Por eso se fue y no volteó atrás. Se llevó con ella lo único que quería: A su hija, el bebé recién nacido y a su pareja.

Sabía que en Estados Unidos alguien la esperaba. Su hermano es el ejemplo perfecto del prostituido estándar del sueño americano: Una casa grande, unas trocas arregladas, unos hijos que hablan inglés, perros, un negocio de construcción y dólares en el banco. Todo forjado de la nada, a lo honrado. Si él pudo hacerlo sin papeles, ellos también. Pero José cruzó hace mucho tiempo, cuando ser indocumentado no era una sentencia de muerte.

A Yuri y su pareja les quitaron el bebé cuando pidieron asilo en la frontera. Al novio lo encerraron por meses y las autoridades “perdieron” al pequeño por dos semanas; la hija se convirtió en señorita en el centro de detención y a ella la atacó la depresión postparto. Aun así, con todos los traumas e incertidumbres, piensan que llegar a Estados Unidos valió la pena. Aquí uno duerme tranquilo, con mortificaciones, pero sin miedo.

Su caso es uno de los miles de mujeres migrantes que son señaladas por arriesgar a sus hijos al embarcarse en la travesía de El Salvador a Estados Unidos. ¿Para qué vienen? ¡Que mejor se queden allá! Ella sabía a lo que se exponía. Esa gente no debería de ser nuestra responsabilidad. Las letanías son eternas. Son millones los que piensan así; opinan y juzgan por la ignorancia que les da el privilegio.

Los críticos de la migración -legal o ilegal- parecieran estar sentados en un pedestal, con la mirada altanera y el dedo índice estirado. Están atragantados de comodidad y privilegio, quizá del olvido del dolor propio vivido. Hablan con la boca llena de inmunidad. Vociferan desde la postura del salvador blanco -a veces morenito- al que hay que rendirle pleitesía. Son ellos, los que no han vivido o sentido la necesidad de sobrevivir o las ganas de hacerlo, a los que les cuesta integrarse.

¿De qué tienen miedo? ¡Sencillo! Les aterra que cambie su status quo, de que la diversidad haga tambalear su estabilidad, de que los que llegan quizá no se conformen, de que los migrantes no se blanqueen lo suficiente o que -Dios no quiera- se atrevan imponer sus tradiciones.

Algunos de los que señalan también son “extranjeros adaptados”, que piensan que su historia o ascendencia les da el derecho a generalizar. Se escudan en su raza para que nadie les diga racistas. Se acoplan con los blancos más extremistas y se convierten en su eco; en el fondo saben que su permanencia en la élite depende de la cuota de morenos aceptados… y ya lograron ser uno de ellos. Sienten que su facultad de migrante legal, “integrado” o resignado los exonera de toda culpa. Pero no; solo los transforma en ignorantes con privilegios.

La ignorancia por privilegio


BALTIMORE.- Cuando Yuri cruzó la frontera no huía solo de El Salvador o su pasado, sino de lo que podría traer el futuro. Tiene una hija adolescente bonita, demasiado para su gusto, que atraía las miradas de todos, incluso -o en especial- de los pandilleros más pesados del barrio. Primero fueron insinuaciones, luego un acoso descarado y después amenazas de muerte. Mía o de nadie. Yo te estreno. De aquí eres, chiquita.

Tenía miedo y era pobre; justo acababa de tener otro bebé y las cuentas nunca se emparejaban. Para la salvadoreña era buscar norte, morir de hambre o tener una hija violada con la alcahuetería de la autoridad. Vivía en una tierra de nadie. Por eso se fue y no volteó atrás. Se llevó con ella lo único que quería: A su hija, el bebé recién nacido y a su pareja.

Sabía que en Estados Unidos alguien la esperaba. Su hermano es el ejemplo perfecto del prostituido estándar del sueño americano: Una casa grande, unas trocas arregladas, unos hijos que hablan inglés, perros, un negocio de construcción y dólares en el banco. Todo forjado de la nada, a lo honrado. Si él pudo hacerlo sin papeles, ellos también. Pero José cruzó hace mucho tiempo, cuando ser indocumentado no era una sentencia de muerte.

A Yuri y su pareja les quitaron el bebé cuando pidieron asilo en la frontera. Al novio lo encerraron por meses y las autoridades “perdieron” al pequeño por dos semanas; la hija se convirtió en señorita en el centro de detención y a ella la atacó la depresión postparto. Aun así, con todos los traumas e incertidumbres, piensan que llegar a Estados Unidos valió la pena. Aquí uno duerme tranquilo, con mortificaciones, pero sin miedo.

Su caso es uno de los miles de mujeres migrantes que son señaladas por arriesgar a sus hijos al embarcarse en la travesía de El Salvador a Estados Unidos. ¿Para qué vienen? ¡Que mejor se queden allá! Ella sabía a lo que se exponía. Esa gente no debería de ser nuestra responsabilidad. Las letanías son eternas. Son millones los que piensan así; opinan y juzgan por la ignorancia que les da el privilegio.

Los críticos de la migración -legal o ilegal- parecieran estar sentados en un pedestal, con la mirada altanera y el dedo índice estirado. Están atragantados de comodidad y privilegio, quizá del olvido del dolor propio vivido. Hablan con la boca llena de inmunidad. Vociferan desde la postura del salvador blanco -a veces morenito- al que hay que rendirle pleitesía. Son ellos, los que no han vivido o sentido la necesidad de sobrevivir o las ganas de hacerlo, a los que les cuesta integrarse.

¿De qué tienen miedo? ¡Sencillo! Les aterra que cambie su status quo, de que la diversidad haga tambalear su estabilidad, de que los que llegan quizá no se conformen, de que los migrantes no se blanqueen lo suficiente o que -Dios no quiera- se atrevan imponer sus tradiciones.

Algunos de los que señalan también son “extranjeros adaptados”, que piensan que su historia o ascendencia les da el derecho a generalizar. Se escudan en su raza para que nadie les diga racistas. Se acoplan con los blancos más extremistas y se convierten en su eco; en el fondo saben que su permanencia en la élite depende de la cuota de morenos aceptados… y ya lograron ser uno de ellos. Sienten que su facultad de migrante legal, “integrado” o resignado los exonera de toda culpa. Pero no; solo los transforma en ignorantes con privilegios.