/ jueves 30 de enero de 2020

Cruzando líneas

La mordaza del miedo


SONORA.- ¿Escuchas eso? ¿Qué es? Nada. Shhh. Nada. Es como si la geografía se hubiera convertido en un vacío; no se oye nada… apenas susurra el viento. Las calles desiertas y las luces apagadas. Hay un toque de queda discreto, extraoficial, un código mudo en el pueblo. Así es mi Magdalena de Kino, un lugar mágico que -insisto- sigue secuestrado por el miedo.

Por las calles se pasean lo mismo empresarios, policías y sicarios. Quién sabe quién es quién; de día se confunden todos, hasta los honrados. Pero cae la noche y salen los encapuchados. Tal vez son los mismos, quizá son los que -dicen- están escondidos en ranchos. No atacan; vigilan… están esperando sigilosos la plaza. ¿Quién caerá? Shhh. Nadie sabe. No preguntes. Cállate. Métete. No te asomes… ¡No salgas!

Los adultos se asoman a hurtadillas por las ventanas. Que no te miren, ¡quítate de ahí! Dios guarde. Ven como las camionetas se van siguiendo una a la otra; no distinguen rostros, pero sí muchas armas. Allá, a los lejos, unas luces azules y rojas como las de las autoridades policíacas, ¿son parte de la caravana? ¡Que no te metas, te dije!

A veces se oyen disparos; otras se disimula la violencia con el zumbido del helicóptero de seguridad sobrevolando. Y se cierran, puertas, ojos y oídos. Aquí más vale no enterarse de nada… ¿cómo que de qué? ¡Pues de nada!

Ante el descaro, prudencia. Nadie dice nada en voz alta. No quieren que los cuestionen, los confundan o los relacionen con un bando. Que si el fin de semana llegaron a las gasolineras más de 50 hombres armados, ¡sabe! Que si la madrugada del lunes volvieron a dar la vuelta con rifles los encapuchados, ¡ni me enteré! Que si las patrullas iban escoltando a esos civiles armados, ¡no he sabido nada! La mesura y el miedo son las mejores mordazas del narco.

Y nos atragantamos de impotencia e impunidad; nos ahogamos con la nostalgia, esa embustera que nos devuelve a la infancia, cuando creíamos que el vivir en el pueblo nos daba un abrazo de paz. ¡Ah, pero es que entonces la plaza tenía dueño! ¡¿Dueño?! Sí, porque si el dueño es de aquí, pues siempre va a cuidar al pueblo. Ese es el consuelo: La resignación. El pacto secreto con el diablo.

El pueblo ya no es nuestro; alguien se lo vendió al mejor postor. Sonora, tampoco. México, menos. Lo regalaron o lo arrebataron y a todos nos dejaron en un limbo forzado. Y nos estamos acostumbrando, que es lo peor. Porque nadie quiere que lo maten por dar la batalla; que lo desaparezcan por ver algo; que le quiten a los suyos por denunciarlos.

En nuestra tierra, en esa en la que los políticos dicen que no pasa nada, todo el tiempo está pasando algo. Los campos se siguen regando con sangre y los muertos se siguen pudriendo en los baldíos más alejados. Y nos callamos. Bajamos la mirada. No queremos ver -mucho menos que nos vea- el encapuchado. Porque pareciera que no hay ley. Porque nuestras familias se disputan como parte de la plaza. Porque tenemos miedo y mucho. Porque no tenemos la certeza de que nos van a dejar morir bien.

Éste es mi pueblo, donde están los restos del padre Kino y el hambre y sed de justicia del candidato a presidente que murió asesinado. Éste es mi pueblo, en donde el miedo grita a través del silencio. Ojalá estas letras sirvan como eco.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.

La mordaza del miedo


SONORA.- ¿Escuchas eso? ¿Qué es? Nada. Shhh. Nada. Es como si la geografía se hubiera convertido en un vacío; no se oye nada… apenas susurra el viento. Las calles desiertas y las luces apagadas. Hay un toque de queda discreto, extraoficial, un código mudo en el pueblo. Así es mi Magdalena de Kino, un lugar mágico que -insisto- sigue secuestrado por el miedo.

Por las calles se pasean lo mismo empresarios, policías y sicarios. Quién sabe quién es quién; de día se confunden todos, hasta los honrados. Pero cae la noche y salen los encapuchados. Tal vez son los mismos, quizá son los que -dicen- están escondidos en ranchos. No atacan; vigilan… están esperando sigilosos la plaza. ¿Quién caerá? Shhh. Nadie sabe. No preguntes. Cállate. Métete. No te asomes… ¡No salgas!

Los adultos se asoman a hurtadillas por las ventanas. Que no te miren, ¡quítate de ahí! Dios guarde. Ven como las camionetas se van siguiendo una a la otra; no distinguen rostros, pero sí muchas armas. Allá, a los lejos, unas luces azules y rojas como las de las autoridades policíacas, ¿son parte de la caravana? ¡Que no te metas, te dije!

A veces se oyen disparos; otras se disimula la violencia con el zumbido del helicóptero de seguridad sobrevolando. Y se cierran, puertas, ojos y oídos. Aquí más vale no enterarse de nada… ¿cómo que de qué? ¡Pues de nada!

Ante el descaro, prudencia. Nadie dice nada en voz alta. No quieren que los cuestionen, los confundan o los relacionen con un bando. Que si el fin de semana llegaron a las gasolineras más de 50 hombres armados, ¡sabe! Que si la madrugada del lunes volvieron a dar la vuelta con rifles los encapuchados, ¡ni me enteré! Que si las patrullas iban escoltando a esos civiles armados, ¡no he sabido nada! La mesura y el miedo son las mejores mordazas del narco.

Y nos atragantamos de impotencia e impunidad; nos ahogamos con la nostalgia, esa embustera que nos devuelve a la infancia, cuando creíamos que el vivir en el pueblo nos daba un abrazo de paz. ¡Ah, pero es que entonces la plaza tenía dueño! ¡¿Dueño?! Sí, porque si el dueño es de aquí, pues siempre va a cuidar al pueblo. Ese es el consuelo: La resignación. El pacto secreto con el diablo.

El pueblo ya no es nuestro; alguien se lo vendió al mejor postor. Sonora, tampoco. México, menos. Lo regalaron o lo arrebataron y a todos nos dejaron en un limbo forzado. Y nos estamos acostumbrando, que es lo peor. Porque nadie quiere que lo maten por dar la batalla; que lo desaparezcan por ver algo; que le quiten a los suyos por denunciarlos.

En nuestra tierra, en esa en la que los políticos dicen que no pasa nada, todo el tiempo está pasando algo. Los campos se siguen regando con sangre y los muertos se siguen pudriendo en los baldíos más alejados. Y nos callamos. Bajamos la mirada. No queremos ver -mucho menos que nos vea- el encapuchado. Porque pareciera que no hay ley. Porque nuestras familias se disputan como parte de la plaza. Porque tenemos miedo y mucho. Porque no tenemos la certeza de que nos van a dejar morir bien.

Éste es mi pueblo, donde están los restos del padre Kino y el hambre y sed de justicia del candidato a presidente que murió asesinado. Éste es mi pueblo, en donde el miedo grita a través del silencio. Ojalá estas letras sirvan como eco.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.