/ jueves 12 de marzo de 2020

CRUZANDO LÍNEAS

La osadía de estornudar


SONORA.- Somos seres de extremos. Exageramos. Minimizamos. Nos enfrascamos en crisis y pandemias. Volteamos a otro lado. Nos cubrimos la boca. Nos dejamos asustar. Somos impulsivos. Reaccionamos, siempre. Marchamos, incendiamos, condenamos, nos escandalizamos y estornudamos; sí, hasta nos atrevemos a respirar, Dios nos guarde.

Vamos por las calles desprendiendo olor a desinfectante, así, desvergonzados; portamos orgullosos el olor del miedo. No vaya a ser que algo se nos contagie… algo que no sea lo que ya traemos dentro. Por eso nos han espantado tanto todas las epidemias, a veces tan lejanas. Ahora es el coronavirus, antes fueron muchos otros más. Vaciamos los anaqueles y nos lavamos frenéticamente las manos. No saludamos, no viajamos, no besamos, no abrazamos… no nada. No vaya a ser. Y perdemos el control con tal de tenerlo.

Son muchos los casos de coronavirus en el mundo, unos 116 mil hasta el cierre de esta edición; más de 4 mil pacientes han muerto. En Estados Unidos se ha declarado una pandemia con poco más de mil; en México se enciende la alarma con tan solo ocho. China e Italia siguen a la cabeza; más enfermos, más decesos, menos control. Peligroso, sí; preocupante, también. Pero ¿cuándo la prevención se convierte en una exageración? La línea es muy delgada.

Hace poco viajé a la Ciudad de México. En el avión apenas se podía respirar con el denso olor a alcohol. Más de la mitad de los pasajeros traían cubrebocas; unos cuantos, guantes. No levantaban la mirada, no tocaban nada y se movían como si estuvieran dentro en una burbuja protectora imaginaria. El exceso de desinfectante se coló por la nariz, los ojos y la boca. Era casi insoportable. Estornudé. No hubo más remedio. Mi cuerpo no lo pudo camuflar. Pero ese “achú” me convirtió en la apestada. Mi reacción biológica fue tomada como una afrenta a la salud pública. Pero en una nave llena, ya en el aire, pues nadie se salva. Fueron 3 horas muy largas.

Después los estornudos fueron cayendo como las fichas del ajedrez. Uno tras otro. Cada minuto se sumaban más a la misma lista de los apestados. Casi todos, con tapabocas o no. Y volvimos a ser todos iguales. Nadie, que yo sepa, se enfermó. El avión no era una incubadora de virus, sino de paranoias; de un enfrentamiento con los miedos propios y una pandemia lejana que hemos adoptado nuestra. Muere más gente de otras epidemias que de esta.

Vale más prevenir que lamentar. Lo sé. Pero estamos llegando a los extremos. No sabemos hacer nada a medias. En Estados Unidos hay restaurantes que le toman la temperatura a sus clientes antes de entrar a consumir; se han cancelado viajes, conferencias, reuniones importantes de negocio por miedo al contagio y muchas de las universidades han vaciado las aulas por hacerse virtuales. Los mercados lo han resentido también; la política tampoco se salva.

Para la reacción humana ante la crisis, no hay antivirus. Pero aun así no es el coronavirus lo que más rápido se contagia, sino la ignorancia. Ojalá nos laváramos las ideas, así como las manos. Ojalá hubiera un desinfectante de conciencias. Estamos tan enfocados en repeler el virus, que quizá algo más importante no estamos notando. No hay vacuna para nuestros extremos: A los miedos los engrandecemos o los ignoramos. La alarma sale cara, se paga con vidas y capital humano.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.

maritzalizethfelix@gmail.com

@maritzalfelix


La osadía de estornudar


SONORA.- Somos seres de extremos. Exageramos. Minimizamos. Nos enfrascamos en crisis y pandemias. Volteamos a otro lado. Nos cubrimos la boca. Nos dejamos asustar. Somos impulsivos. Reaccionamos, siempre. Marchamos, incendiamos, condenamos, nos escandalizamos y estornudamos; sí, hasta nos atrevemos a respirar, Dios nos guarde.

Vamos por las calles desprendiendo olor a desinfectante, así, desvergonzados; portamos orgullosos el olor del miedo. No vaya a ser que algo se nos contagie… algo que no sea lo que ya traemos dentro. Por eso nos han espantado tanto todas las epidemias, a veces tan lejanas. Ahora es el coronavirus, antes fueron muchos otros más. Vaciamos los anaqueles y nos lavamos frenéticamente las manos. No saludamos, no viajamos, no besamos, no abrazamos… no nada. No vaya a ser. Y perdemos el control con tal de tenerlo.

Son muchos los casos de coronavirus en el mundo, unos 116 mil hasta el cierre de esta edición; más de 4 mil pacientes han muerto. En Estados Unidos se ha declarado una pandemia con poco más de mil; en México se enciende la alarma con tan solo ocho. China e Italia siguen a la cabeza; más enfermos, más decesos, menos control. Peligroso, sí; preocupante, también. Pero ¿cuándo la prevención se convierte en una exageración? La línea es muy delgada.

Hace poco viajé a la Ciudad de México. En el avión apenas se podía respirar con el denso olor a alcohol. Más de la mitad de los pasajeros traían cubrebocas; unos cuantos, guantes. No levantaban la mirada, no tocaban nada y se movían como si estuvieran dentro en una burbuja protectora imaginaria. El exceso de desinfectante se coló por la nariz, los ojos y la boca. Era casi insoportable. Estornudé. No hubo más remedio. Mi cuerpo no lo pudo camuflar. Pero ese “achú” me convirtió en la apestada. Mi reacción biológica fue tomada como una afrenta a la salud pública. Pero en una nave llena, ya en el aire, pues nadie se salva. Fueron 3 horas muy largas.

Después los estornudos fueron cayendo como las fichas del ajedrez. Uno tras otro. Cada minuto se sumaban más a la misma lista de los apestados. Casi todos, con tapabocas o no. Y volvimos a ser todos iguales. Nadie, que yo sepa, se enfermó. El avión no era una incubadora de virus, sino de paranoias; de un enfrentamiento con los miedos propios y una pandemia lejana que hemos adoptado nuestra. Muere más gente de otras epidemias que de esta.

Vale más prevenir que lamentar. Lo sé. Pero estamos llegando a los extremos. No sabemos hacer nada a medias. En Estados Unidos hay restaurantes que le toman la temperatura a sus clientes antes de entrar a consumir; se han cancelado viajes, conferencias, reuniones importantes de negocio por miedo al contagio y muchas de las universidades han vaciado las aulas por hacerse virtuales. Los mercados lo han resentido también; la política tampoco se salva.

Para la reacción humana ante la crisis, no hay antivirus. Pero aun así no es el coronavirus lo que más rápido se contagia, sino la ignorancia. Ojalá nos laváramos las ideas, así como las manos. Ojalá hubiera un desinfectante de conciencias. Estamos tan enfocados en repeler el virus, que quizá algo más importante no estamos notando. No hay vacuna para nuestros extremos: A los miedos los engrandecemos o los ignoramos. La alarma sale cara, se paga con vidas y capital humano.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.

maritzalizethfelix@gmail.com

@maritzalfelix