/ miércoles 10 de abril de 2024

El eclipse, una promesa de la eternidad

Hay días que la fantasía nos salva de una realidad que nos arrasa como ola furiosa en huracán. Creer en algo, aunque lo sabemos imaginario, puede ser ese barco que nos lleve a puerto en tormentas internas. Eso fue para mí el eclipse: una historia de amor con un mensaje del más allá.

No es ningún secreto que el manto del duelo nos ha cubierto mucho y muy seguido, y la idea de la eternidad, de burlar la muerte en sueños y en la complicidad de la noche, me conforta. Por eso elijo, a conciencia plena, en cobijarme con el aleteo de los colibríes, las estrellas fugaces y las leyendas de los astros que entrelazan en abrazos imposibles y esporádicos. Sé que no soy la única.

Tenochtitlán fue fundada cuando la luna y el sol se estrecharon y, dicen, cayó en su reencuentro. De un universo a una civilización y de ahí al ser. Quizá este ánimo de conectarme desde la raíz de mis ancestros hasta el polvo mágico de estrellas de mis muertos viene justo de la historia de mi pueblo. Tal vez se hereda o multiplica en la sangre; a lo mejor es una memoria colectiva arrumbada en los genes.

Es muy probable que este eclipse no haya cambiado nada y sé que no lo revolucionó todo. Pero quise aferrarme a ese instante para saber que allá, en donde no los veo, están bien. No hay nada científico en mi razonamiento; no puedo verificar los anhelos del corazón; no hay cómo contrastar las ganas con las figuraciones.

No soy una persona supersticiosa, pero entre más tiempo paso en esta tierra menos juzgo. Tampoco hago cosas por si acaso y dejé de criticar a los que sí. Entendí que hay pedazos de nuestra esencia que se mueren si nos quitan la ilusión. Así que respeto los listones rojos y los broches en vientres abultados por la vida; los que se guardan cuando salen las estrellas y los que deciden soltar lo que sea que venga cargando por decisión propia o imposición.

Encontré un remanso en levantar la mirada, sin el descaro de la desnudez, con los ojos cubiertos por películas y lágrimas para ver un fenómeno que ojalá tenga la suerte de volver a presenciar después. Solo me queda tragar duro al pensar que tal vez el siguiente me toque ser a mí ese manto que cubre con dolor y nostalgia a los míos. Y solo puedo soñar con que, en ese instante, cuando yo no esté, lo volteen a ver y sientan mi calor y mi paz. Ojalá sepan desde ya, que un eclipse será para ellos un mensaje de amor. El reencuentro de la luna y el sol será mi promesa cumplida.

Aquellos, los que se fueron antes, no tuvieron tiempo de decirlo en vida, por eso lo hago yo: Gracias; sí, en todo los veo y los siento. Sí, sé que están bien. Gracias por cumplir con una promesa silenciosa que se quedó atorada en la garganta.

Hay días que la fantasía nos salva de una realidad que nos arrasa como ola furiosa en huracán. Creer en algo, aunque lo sabemos imaginario, puede ser ese barco que nos lleve a puerto en tormentas internas. Eso fue para mí el eclipse: una historia de amor con un mensaje del más allá.

No es ningún secreto que el manto del duelo nos ha cubierto mucho y muy seguido, y la idea de la eternidad, de burlar la muerte en sueños y en la complicidad de la noche, me conforta. Por eso elijo, a conciencia plena, en cobijarme con el aleteo de los colibríes, las estrellas fugaces y las leyendas de los astros que entrelazan en abrazos imposibles y esporádicos. Sé que no soy la única.

Tenochtitlán fue fundada cuando la luna y el sol se estrecharon y, dicen, cayó en su reencuentro. De un universo a una civilización y de ahí al ser. Quizá este ánimo de conectarme desde la raíz de mis ancestros hasta el polvo mágico de estrellas de mis muertos viene justo de la historia de mi pueblo. Tal vez se hereda o multiplica en la sangre; a lo mejor es una memoria colectiva arrumbada en los genes.

Es muy probable que este eclipse no haya cambiado nada y sé que no lo revolucionó todo. Pero quise aferrarme a ese instante para saber que allá, en donde no los veo, están bien. No hay nada científico en mi razonamiento; no puedo verificar los anhelos del corazón; no hay cómo contrastar las ganas con las figuraciones.

No soy una persona supersticiosa, pero entre más tiempo paso en esta tierra menos juzgo. Tampoco hago cosas por si acaso y dejé de criticar a los que sí. Entendí que hay pedazos de nuestra esencia que se mueren si nos quitan la ilusión. Así que respeto los listones rojos y los broches en vientres abultados por la vida; los que se guardan cuando salen las estrellas y los que deciden soltar lo que sea que venga cargando por decisión propia o imposición.

Encontré un remanso en levantar la mirada, sin el descaro de la desnudez, con los ojos cubiertos por películas y lágrimas para ver un fenómeno que ojalá tenga la suerte de volver a presenciar después. Solo me queda tragar duro al pensar que tal vez el siguiente me toque ser a mí ese manto que cubre con dolor y nostalgia a los míos. Y solo puedo soñar con que, en ese instante, cuando yo no esté, lo volteen a ver y sientan mi calor y mi paz. Ojalá sepan desde ya, que un eclipse será para ellos un mensaje de amor. El reencuentro de la luna y el sol será mi promesa cumplida.

Aquellos, los que se fueron antes, no tuvieron tiempo de decirlo en vida, por eso lo hago yo: Gracias; sí, en todo los veo y los siento. Sí, sé que están bien. Gracias por cumplir con una promesa silenciosa que se quedó atorada en la garganta.