/ jueves 24 de noviembre de 2022

Gratitud por lo que nos duele

Han pasado 2,200 días desde mi primer accidente automovilístico y todavía me duele todo. Recuerdo bien ese 16 de noviembre de 2016. Trabajaba en una televisora y acaban de maquillarme para presentar una serie investigativa en la que había trabajado por semanas. Salí rápido por algo de comer y un carro me embistió a exceso de velocidad. Lloré hasta que las pestañas postizas me rodaron por las mejillas inundadas. Duré sin moverme casi tres meses y con un intenso dolor de cabeza por más de 100. Las radiografías mostraron hernias en mis cervicales y desde entonces se me entumen los brazos.

Solía compartir más de mi camino a la recuperación, que parece nunca terminar; lo hice hasta que se me paralizaron los dedos al contar estas historias que son tan mías, que al escribirlas siento que me desnudo. Y fui apagando las letanías y dejé de quejarme, quizá porque acostumbré a vivir así, en dolor, o porque me autocensuré por aquellos que me juzgaron por ser tan vulnerable en público.

Pero hoy lo que callo me pesa.

Sigo entrando y saliendo de quirófanos. Hay días en los que me cuesta mucho levantarme y subirme al mundo, como hoy, como cuando hace frío, como cuando cargo maletas o niños, como cuando se me duermen los brazos o dejo de sentir las manos, como cuando el dolor de cabeza me levanta a medianoche a vomitar, como cuando la anestesia me tumba o alguien me hace un cariño brusco.

Si contara los días en los que no me duele nada, me sobrarían dedos.

Sí, insisto, lo más valiente que hago cada mañana es escoger ser feliz, a pesar de tanto, a veces de mí misma.

Y lo hago parecer fácil, pero no significa que lo sea. Hay días, como hoy, que me jode vivir siempre cuesta arriba, demostrando, justificando, explicando y tragando todos los malditos gerundios que me empachan.

Las hernias me destrozan los nervios, los tratamientos me joden el estómago y el hígado, aún no siento los dedos (salvo el fracturado, ironía), me duele el cuerpo y las cuentas del banco... me cala pensar en tantos hubiera. Y este es un camino muy muy muy muy muy solitario.

Luego pienso en lo mucho que he logrado y me siento poderosa y exitosa, porque si esto es lo que he conseguido jodida, sin dolor sería algo menos que humana y mucho más que imparable. Y me gusto así, con mis fisuras y mis múltiples fallas. A veces muy acompañada y otras tan sola.

Tengo muchas sombras, pero también soy luz.

A 6 años del primer accidente y cuatro del segundo, ya no disimulo ni biodecodifico nada, lo siento, lo abrazo, lo suelto, lo guardo, lo callo y lo grito o lo pongo al aire. Porque no hay cura para la humanidad, solo nos queda apapacharla.

En este Día de Acción de Gracias también agradezco por los oscuros que me dan forma cuando me llega la luz.

Han pasado 2,200 días desde mi primer accidente automovilístico y todavía me duele todo. Recuerdo bien ese 16 de noviembre de 2016. Trabajaba en una televisora y acaban de maquillarme para presentar una serie investigativa en la que había trabajado por semanas. Salí rápido por algo de comer y un carro me embistió a exceso de velocidad. Lloré hasta que las pestañas postizas me rodaron por las mejillas inundadas. Duré sin moverme casi tres meses y con un intenso dolor de cabeza por más de 100. Las radiografías mostraron hernias en mis cervicales y desde entonces se me entumen los brazos.

Solía compartir más de mi camino a la recuperación, que parece nunca terminar; lo hice hasta que se me paralizaron los dedos al contar estas historias que son tan mías, que al escribirlas siento que me desnudo. Y fui apagando las letanías y dejé de quejarme, quizá porque acostumbré a vivir así, en dolor, o porque me autocensuré por aquellos que me juzgaron por ser tan vulnerable en público.

Pero hoy lo que callo me pesa.

Sigo entrando y saliendo de quirófanos. Hay días en los que me cuesta mucho levantarme y subirme al mundo, como hoy, como cuando hace frío, como cuando cargo maletas o niños, como cuando se me duermen los brazos o dejo de sentir las manos, como cuando el dolor de cabeza me levanta a medianoche a vomitar, como cuando la anestesia me tumba o alguien me hace un cariño brusco.

Si contara los días en los que no me duele nada, me sobrarían dedos.

Sí, insisto, lo más valiente que hago cada mañana es escoger ser feliz, a pesar de tanto, a veces de mí misma.

Y lo hago parecer fácil, pero no significa que lo sea. Hay días, como hoy, que me jode vivir siempre cuesta arriba, demostrando, justificando, explicando y tragando todos los malditos gerundios que me empachan.

Las hernias me destrozan los nervios, los tratamientos me joden el estómago y el hígado, aún no siento los dedos (salvo el fracturado, ironía), me duele el cuerpo y las cuentas del banco... me cala pensar en tantos hubiera. Y este es un camino muy muy muy muy muy solitario.

Luego pienso en lo mucho que he logrado y me siento poderosa y exitosa, porque si esto es lo que he conseguido jodida, sin dolor sería algo menos que humana y mucho más que imparable. Y me gusto así, con mis fisuras y mis múltiples fallas. A veces muy acompañada y otras tan sola.

Tengo muchas sombras, pero también soy luz.

A 6 años del primer accidente y cuatro del segundo, ya no disimulo ni biodecodifico nada, lo siento, lo abrazo, lo suelto, lo guardo, lo callo y lo grito o lo pongo al aire. Porque no hay cura para la humanidad, solo nos queda apapacharla.

En este Día de Acción de Gracias también agradezco por los oscuros que me dan forma cuando me llega la luz.