/ domingo 19 de mayo de 2024

Fé y Razón | Pentecostés: El aliento de Dios

En el inicio Dios nos creó y del barro nos formó, soplo sobre nuestra nariz su aliento de vida. Y como una brisa suave que actúa en forma discreta, silenciosa y callada, se manifiesta como una fuerza que impulsa, como una paz que nos lleva al silencio del alma, como una Esperanza que no permite la derrota, como un consuelo de saber que alguien nos acompaña.

Hay instantes donde nos invade la certeza, la alegría desbordante y la confianza total que existe y nos ama, que todo es posible incluso la vida eterna. El signo más claro de la acción del Espíritu Santo es la vida, su grandeza está ahí donde la vida se despierta y crece, donde se comunica y se expande. El espíritu de Dios es dador de vida y resucita en nosotros lo que está muerto, despierta lo que está dormido y pone en movimiento lo que estaba bloqueado. De Dios siempre hemos recibido “Nueva Energía para la vida” así lo decía Jurgen Moltman.

A veces solo basta buscar en lo profundo del alma lo que se ha perdido, los sueños, la alegría, los anhelos y volverlos a impulsar como un aliento de vida que penetra en todos los estratos de la persona, que despierta nuestros sentidos, nuestra creatividad, que vivifica el cuerpo y reaviva nuestra capacidad de amar. El Espíritu de Dios conduce a la persona a vivirlo todo de forma diferente, desde una verdad más profunda, desde una confianza más grande, desde un amor más desinteresado.

No siempre las experiencias son como se pensaba o se soñaba, también somos vulnerables y llevamos en Nosotros la fragilidad del barro, sufrimos la prueba y hasta caemos en los errores, limitaciones y el pecado. Pero sentir la experiencia de Dios que nos ama, que nos devuelve la dignidad indestructible, que nos levanta de la humillación o el desaliento o que nos ayuda a encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos, es lo que nos hace enfrentar los problemas con ánimo, a buscar lo que es bueno para todos y a encontrar el sentido real de nuestra vida en Dios.

Somos templo del Espíritu de Dios, nuestro Ser se compone de alma y cuerpo. Por eso no solo debemos nutrir, fortalecer o embellecer nuestro cuerpo o apariencia estética, también debemos volver conectarnos con nuestro ser Espiritual, con la presencia de Dios que vive en cada uno, que reaviva, revive y reanima la alegría y el Sentido de la vida.

La acción del Espíritu Santo es ayudar alcanzar los sueños, los anhelos y esperanzas, es mantener con vida y movimiento nuestra existencia, es el impulso del viento para alcanzar nuestras metas y proyectos. Hablar del Espíritu Santo, es hablar de lo que podemos experimentar de Dios en Nosotros, pues el Espíritu Santo es la fuerza, la luz, la paz, el consuelo y el aliento de Dios.

“Espíritu Santo llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”


En el inicio Dios nos creó y del barro nos formó, soplo sobre nuestra nariz su aliento de vida. Y como una brisa suave que actúa en forma discreta, silenciosa y callada, se manifiesta como una fuerza que impulsa, como una paz que nos lleva al silencio del alma, como una Esperanza que no permite la derrota, como un consuelo de saber que alguien nos acompaña.

Hay instantes donde nos invade la certeza, la alegría desbordante y la confianza total que existe y nos ama, que todo es posible incluso la vida eterna. El signo más claro de la acción del Espíritu Santo es la vida, su grandeza está ahí donde la vida se despierta y crece, donde se comunica y se expande. El espíritu de Dios es dador de vida y resucita en nosotros lo que está muerto, despierta lo que está dormido y pone en movimiento lo que estaba bloqueado. De Dios siempre hemos recibido “Nueva Energía para la vida” así lo decía Jurgen Moltman.

A veces solo basta buscar en lo profundo del alma lo que se ha perdido, los sueños, la alegría, los anhelos y volverlos a impulsar como un aliento de vida que penetra en todos los estratos de la persona, que despierta nuestros sentidos, nuestra creatividad, que vivifica el cuerpo y reaviva nuestra capacidad de amar. El Espíritu de Dios conduce a la persona a vivirlo todo de forma diferente, desde una verdad más profunda, desde una confianza más grande, desde un amor más desinteresado.

No siempre las experiencias son como se pensaba o se soñaba, también somos vulnerables y llevamos en Nosotros la fragilidad del barro, sufrimos la prueba y hasta caemos en los errores, limitaciones y el pecado. Pero sentir la experiencia de Dios que nos ama, que nos devuelve la dignidad indestructible, que nos levanta de la humillación o el desaliento o que nos ayuda a encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos, es lo que nos hace enfrentar los problemas con ánimo, a buscar lo que es bueno para todos y a encontrar el sentido real de nuestra vida en Dios.

Somos templo del Espíritu de Dios, nuestro Ser se compone de alma y cuerpo. Por eso no solo debemos nutrir, fortalecer o embellecer nuestro cuerpo o apariencia estética, también debemos volver conectarnos con nuestro ser Espiritual, con la presencia de Dios que vive en cada uno, que reaviva, revive y reanima la alegría y el Sentido de la vida.

La acción del Espíritu Santo es ayudar alcanzar los sueños, los anhelos y esperanzas, es mantener con vida y movimiento nuestra existencia, es el impulso del viento para alcanzar nuestras metas y proyectos. Hablar del Espíritu Santo, es hablar de lo que podemos experimentar de Dios en Nosotros, pues el Espíritu Santo es la fuerza, la luz, la paz, el consuelo y el aliento de Dios.

“Espíritu Santo llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”