/ domingo 6 de marzo de 2022

FE Y RAZÓN

Sacramento de la penitencia


“Hoy perdóname, hoy por siempre, aun sabiendo que he caído y que de ti siempre haya huido, hoy regreso arrepentido y vuelvo a ti. Yo quiero ser Señor amado, como el barro en manos del alfarero, rompe mi vida y hazla de nuevo, Yo quiero ser Señor, un vaso nuevo”. Canto Popular

La penitencia en el Antiguo Testamento refiere de distintas maneras la forma de expiar los pecados y entre las prácticas más comunes eran por medio del ayuno, oración, vestiduras rústicas que lastimaran la piel y ceniza esparcida sobre sus cabezas, pero el ritual colectivo consistía en imponer las manos sobre un macho cabrío que se sacrificaba llevando las iniquidades del pueblo, según lo narra el libro del Levítico en el capítulo dieciséis. Precisamente de esta práctica religiosa hoy nos referimos al chivo expiatorio como la víctima que carga los pecados de otro.

En el Nuevo Testamento, la expiación se centra en Jesucristo como el cordero que quita los pecados y es el mismo Jesús quien después de la resurrección envió a sus discípulos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, Dios se los perdonará”.

En los primeros siglos las faltas graves como apostasía, asesinato, adulterio, las confesaban al Obispo en secreto y éste les imponía una penitencia especial durante una celebración comunitaria que dará origen más tarde al llamado Miércoles de Ceniza y si el Obispo juzgaba que el penitente había dado suficiente prueba en su deseo de cambiar de vida, lo reconciliaba e introducía nuevamente en la comunidad en el Jueves Santo del triduo pascual.

En el inicio de la Edad Media la penitencia pública fue desplazada por la confesión privada y en esta forma de celebrar el sacramento se inspiró los confesionarios siendo así el ministro que absolvía no sólo era el Obispo, sino los sacerdotes. Fue hasta el concilio ecuménico de Trento convocado por Paulo III en el año 1545 cuando se dio uniformidad a la manera de celebrarlo resaltando los actos del penitente: La contrición (arrepentimiento), confesión y penitencia.

El concilio Vaticano II anunciado por Juan XXIII en el año 1959 y concluido el 1965 buscó recuperar el sentido bíblico y se determinó que solo Dios es el verdadero conciliador que nos restablece la gracia y reconcilia a través del sacramento en nuestra relación con Dios, con el prójimo y consigo.

La cuaresma es el tiempo de la conversión y penitencia y el sacramento de la reconciliación es el restablecimiento de la gracia que nos libera de las ataduras del pecado, que sana nuestra vida interior de todo aquello que cargamos y nos lastima el alma. Buscar confesarnos es volver a comenzar, es renovar el sentido de la libertad, es curar nuestras propias heridas y confiar en el amor de Dios que nos dice: “Yo tampoco te condeno, vete en paz”.


Sacramento de la penitencia


“Hoy perdóname, hoy por siempre, aun sabiendo que he caído y que de ti siempre haya huido, hoy regreso arrepentido y vuelvo a ti. Yo quiero ser Señor amado, como el barro en manos del alfarero, rompe mi vida y hazla de nuevo, Yo quiero ser Señor, un vaso nuevo”. Canto Popular

La penitencia en el Antiguo Testamento refiere de distintas maneras la forma de expiar los pecados y entre las prácticas más comunes eran por medio del ayuno, oración, vestiduras rústicas que lastimaran la piel y ceniza esparcida sobre sus cabezas, pero el ritual colectivo consistía en imponer las manos sobre un macho cabrío que se sacrificaba llevando las iniquidades del pueblo, según lo narra el libro del Levítico en el capítulo dieciséis. Precisamente de esta práctica religiosa hoy nos referimos al chivo expiatorio como la víctima que carga los pecados de otro.

En el Nuevo Testamento, la expiación se centra en Jesucristo como el cordero que quita los pecados y es el mismo Jesús quien después de la resurrección envió a sus discípulos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, Dios se los perdonará”.

En los primeros siglos las faltas graves como apostasía, asesinato, adulterio, las confesaban al Obispo en secreto y éste les imponía una penitencia especial durante una celebración comunitaria que dará origen más tarde al llamado Miércoles de Ceniza y si el Obispo juzgaba que el penitente había dado suficiente prueba en su deseo de cambiar de vida, lo reconciliaba e introducía nuevamente en la comunidad en el Jueves Santo del triduo pascual.

En el inicio de la Edad Media la penitencia pública fue desplazada por la confesión privada y en esta forma de celebrar el sacramento se inspiró los confesionarios siendo así el ministro que absolvía no sólo era el Obispo, sino los sacerdotes. Fue hasta el concilio ecuménico de Trento convocado por Paulo III en el año 1545 cuando se dio uniformidad a la manera de celebrarlo resaltando los actos del penitente: La contrición (arrepentimiento), confesión y penitencia.

El concilio Vaticano II anunciado por Juan XXIII en el año 1959 y concluido el 1965 buscó recuperar el sentido bíblico y se determinó que solo Dios es el verdadero conciliador que nos restablece la gracia y reconcilia a través del sacramento en nuestra relación con Dios, con el prójimo y consigo.

La cuaresma es el tiempo de la conversión y penitencia y el sacramento de la reconciliación es el restablecimiento de la gracia que nos libera de las ataduras del pecado, que sana nuestra vida interior de todo aquello que cargamos y nos lastima el alma. Buscar confesarnos es volver a comenzar, es renovar el sentido de la libertad, es curar nuestras propias heridas y confiar en el amor de Dios que nos dice: “Yo tampoco te condeno, vete en paz”.